viernes, 26 de febrero de 2010


primera voz

Cuando murió mi abuelo tendría yo cuatro años. En el destierro caribeño donde vivíamos se necesitaban al menos 12 horas para que mis padres manejaran sus 4 niños, dos perros, un mono, una casa, un río, las curvas de la carretera y el dolor de esa pérdida. Ir a San José era ir a un mundo mágico, lleno de cemento, autos y ruidos artificiales, era vernos con familiares amados por mis padres, desconocidos para mí, era un mundo nuevo lleno de esa magia de ciudad que sólo quién no siempre ha vivido en ellas comprende. Recuerdo la alegría de ir caminando de la mano de mi madre y con la otra ir tocando las paredes y ventanas de la ciudad, mirarme los dedos llenos de hollín, esa tierra nueva y diferente que se me pegaba a los dedos como lo hacía la tierra negra de mis bananales. Era la época en que aprendí a leer, los rótulos cobraban vida ante mí, no podía parar de leerlo todo, y me maravillaba que aunque no quisiera ya no lo podía evitar, entraba directo a las bibliotecas de las casas que visitábamos, ahí la magia del mundo escrito se me terminó de revelar. Sin embargo, esta vez cuando mi padre me decía que el suyo había muerto y que debíamos irnos a San José me negué rotundamente. No sólo me negué, sino que le dije que yo "a ese viejo ni lo conocía, que se fueran sin mí, no me interesaba nada de esa familia desconocida", recuerdo como ayer los ojos llorosos de mi padre, esa mirada quedó en mi imaginario como un símbolo del dolor y de la decepción. Ahora sé que la carga de esa mirada fui yo el que se la dió, pero desde acá, 35 años después me sorprendo en el espejo con ese mismo ardor en los ojos, me sonrío y me digo, ves abuelo casi desconocido el tiempo no existe para los que queremos.